El periodismo es un desahogo en una Venezuela devastada

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Subtítulo: Ana Matute encuentra algún consuelo en su escritura mientras trabaja en un sofá en su casa.27 de octubre de 2020 Foto: Gabriela Oraa

Tengo cáncer. Tengo cáncer de pulmón estadio IV y nunca he fumado en la vida. Me diagnosticaron hace un año después de unos meses en los que no podía respirar bien. A pesar de esa gran dificultad, no dejé de asistir a mi trabajo como jefe Información de Mundo y Economía en El Nacional web.

Fui diagnosticada gracias a la bondad de algunos médicos, como el neumonólogo, que no cobró los procedimientos que tuve que hacerme. Fui diagnosticada por los contactos y los amigos de mis familiares médicos que me consiguieron una cama en un hospital público, el Domingo Luciani, porque como empleada de El Nacional no tengo seguro médico y no puedo pagar una clínica privada. La biopsia pulmonar la procesaron gratis porque el patólogo es amigo de mi hermana.

Casi sin respirar, fui testigo de la muerte del impreso y del rediseño de la página web. Fui testigo del cierre de la redacción como la conocí los últimos 13 años desde que llegamos a esa sede. En total son 18 años en El Nacional, casi lo mismo que tiene el régimen chavista en el poder. Y aun así lo que me pagan no me da para atender mi salud.

El Nacional es un reflejo del país, es como una micro Venezuela. Ha sufrido los ataques del régimen desde 2002 y se ha mantenido solo con el objetivo de publicar la realidad tal y como la viven los venezolanos. Pero así como se ha deteriorado el periódico, así se ha deteriorado la vida de los periodistas que trabajan allí.

La falta de ingresos por publicidad se trasladó a los sueldos de los periodistas y se tradujo en la reducción considerable del número de reporteros. Los que quedamos, los que sobrevivimos de aquel periódico con más de 80 páginas impresas, lo hicimos con la convicción de que es nuestra contribución a la lucha por recuperar la democracia.

Eso es lo que le he dicho a mi familia por años. Trabajaba un promedio de 14 horas diarias y seguía conectada cuando regresaba a casa. Soy divorciada con una hija y además con nosotros vive mi madre que tiene demencia vascular. Como todos los demás en el país, gano sueldo mínimo, pero también siguiendo el ejemplo de muchas empresas privadas, me pagan un bono de 200 dólares mensuales. Esta ha sido una medida que ha hecho posible retener a los empleados de confianza. Aunque muchos se van y se dedican al comercio informal.

Pero 200 dólares no me alcanzan. Mucho menos para luchar contra el cáncer. En el último año tuve que recurrir a las donaciones para poder afrontar mi tratamiento. Comprar el tratamiento en el país es imposible por los costos. Se supone que el gobierno reparte fármacos de alto costo a la población que lo necesita, pero depender del suministro oficial es interrumpir el tratamiento porque la mayoría de las veces no hay. Un lujo que no puedo darme. Nadie en mis condiciones puede.

La mayoría de mis sobrinos está fuera del país. Uno de ellos, -también periodista que tuvo que pedir asilo porque fue encarcelado en 2014 por su trabajo-, tuvo la idea de abrir un Go Found Me para recolectar fondos y con ese dinero mi otro sobrino que está en Colombia compra los medicamentos para la quimioterapia y me la envía. Tengo suerte, muchos han ayudado, sobre todo periodistas venezolanos que están en todo el mundo. Pero no es la misma suerte de todos los enfermos en Venezuela.

La pandemia ha traído ventajas porque trabajando desde casa me da más tiempo para hacer cosas extra. Mi hija, que pudo graduarse de diseñadora gráfica, tiene dos empleos pero cada uno le paga apenas 60 dólares mensuales. El aumento de los precios es una pesadilla diaria pero somos privilegiadas porque podemos comprar comida, aunque es para lo único que nos alcanza. También recibimos ayuda de su padre, que tuvo que asilarse en Estados Unidos porque también es periodista (de El Universal).

Para sostener a mi mamá y los requerimientos médicos que tiene cuento con mis hermanos que están fuera y la única hermana que tengo en el país. Ella es psiquiatra y ha sido mi apoyo incondicional. Trabajó durante 20 años en el sector público de salud pero se jubiló por incapacidad. Tiene una prótesis cervical y en el hospital donde era encargada de posgrado de Psiquiatría no había ascensor y tenía que subir y bajar varias veces al día los 15 pisos hasta su oficina. Era muy duro para ella. Tiene la ventaja de mantener una consulta privada que la ha ayudado a sobrevivir, aunque sigue haciendo mucho trabajo social tratando a personas que no pueden pagar.

Ambas vivimos en el mismo edificio. Ella también es divorciada y su hija es médico, apenas se graduó hace dos años. El edificio está ubicado en el sureste de Caracas, una zona de clase media alta. Yo pude comprar este apartamento gracias a la herencia que me dejó mi padre al morir, y esa ha sido otra de mis bendiciones, pues tengo un techo seguro.

Es un vecindario tranquilo. Cuando me mudé hace 15 años contábamos con todos los servicios, pero ya no. Parece mentira que haya que explicar esto que es tan básico en todo el mundo. Hace aproximadamente un año que no tenemos servicio de teléfono local, aunque lo pago regularmente. La compañía de teléfonos la maneja el gobierno y la falta de inversión y mantenimiento la destruyó. Son los mismos que distribuyen el Internet. Hace dos meses tuve que pagar 100 dólares para que me reconectaran la señal; los técnicos que todavía quedan en la compañía hacen esto fuera de sus obligaciones para poder tener otra fuente de ingresos. Abusan con los precios de sus servicios pero no hay otra alternativa, de otra manera no podemos trabajar.

Hace más de 6 años que no tenemos agua corriente. La empresa del Estado, Hidrocapital, estableció un cronograma de racionamiento que casi nunca cumple. Como resultado, solo llega al edificio el servicio una vez a la semana para llenar el tanque general. A veces nos la quitan antes. Para poder tener agua todos los días la racionamos a media hora diaria. Almaceno agua en grandes contenedores que utilizo durante el día para los baños y la cocina, como lo hace todo el mundo. Siempre digo que tanto estudiar, (tengo un doctorado en Ciencias Políticas de la Universidad Central de Venezuela) para vivir en las peores condiciones posibles.

En Caracas casi no falla el servicio eléctrico, pero de las veces que ha fallado, ya he perdido dos televisores y no los he podido reponer. Cuando se va la electricidad nos quedamos sin teléfonos celulares y sin agua porque todo deja de funcionar.

Lo que vive mi familia no es diferente a lo que viven miles de venezolanos. Y a pesar de todo, puedo decir que estoy bien. Y a pesar de todo, puedo decir que estoy bien. La bondad de la gente me ha asegurado la atención médica que necesito y cuento con recursos que nos mantienen a flote. Pero como periodista sé que los responsables de que el país en el que crecí, estudié y comencé mi carrera sea ahora tierra arrasada son los del régimen chavista. Y en los últimos años tampoco eximo de culpa a la clase dirigente opositora, que no ha sabido ver más allá de sus propios intereses y nunca ha podido coordinar acciones comunes contundentes para salir de esta pesadilla.

Para luchar contra el cáncer he apelado a muchas cosas además de los medicamentos, y se lo debo a mi hermana la psiquiatra. He recibido entrenamiento en la psiconeuroinmunología que me ha permitido identificar lo que me hace daño y he tenido que reconocerlo para combartirlo. El estrés que me causa la falta de dinero, el estrés que me causa la situación del país, debo aprender a manejarlo para que no me siga haciendo daño. Lo admito, sufro con cada historia porque la vivo, pero obviarlas es peor, no me cansaré de contarlas.

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